Una experiencia en la que lo pedagógico vertebra lo artístico
El arte es educación y la educación es arte. Ambos comparten la intención de ayudar a dilucidar lo que se desconoce, desafían la comprensión que se tiene de la realidad, provocan aprendizajes, transforman a las personas y sus contextos…, cosa que no sucede cuando la educación niega lo artístico o viceversa. Llevarlo a la práctica no es tarea fácil para mediadores, artistas o educadores, por lo que es de gran utilidad conocer las propuestas de la exposición ni arte ni educación que desarrolló el Grupo de Educación de Matadero Madrid. Quienes la visitaron pudieron experimentar diversos proyectos críticos, provocadores, lúdicos; todos ellos desarrollados con estrategias artísticas y con un claro carácter pedagógico. Por ejemplo, pensar quién tiene la piel “color carne”, jugar a “hundir países” o escuchar a una mujer nacida en Mali no son obras de arte intocables, ni tampoco forman parte de una asignatura, pero hacen que el racismo, el etnocentrismo o la discriminación se vuelvan tangibles.
Así, ni arte ni educación no es una exposición, ni es una escuela, sino una investigación sobre las relaciones del arte y la educación, sus límites e intersecciones. Del mismo modo que este libro no es un catálogo ni un manual, sino que recoge los resultados y reflexiones sobre este experimento de participación y producción colectiva de conocimiento.
PVP: 18 euros (IVA incluido)
240 páginas
Formato: 15,3 x 21,5 cm
ISBN: 978-84-9097-258-8
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- Ni arte ni educación, Luis Camnitzer
- Ni Ni, Sergio Martínez Luna
- Manifiesto
- NI ARTE NI EDUCACIÓN (PDF Libro ed. Catarata)
Ni arte ni educación
Luis Camnitzer
Eso de “ni arte ni educación” parece una excelente idea. No tanto porque ninguno de ellos intrínsecamente sirva para algo, sino porque a esta altura de las cosas son ambos términos los que están en un estado de corrupción y de deformación que hace que ya no sirvan para nada.
Es una frase que denuncia la separación disciplinaria que obliga a fragmentar el conocimiento. Es una crítica que nos propone un desafío para que nos pongamos a generar sistemas de órdenes creativos y a hacerlo creativamente. Es una declaración que busca una palabra que todavía no existe.
Cuando se decide oficialmente que las materias relacionadas con el arte distraen de la educación, no nos estamos enfrentando a una estupidez ministerial soberana (aunque nos dé placer definirla como tal). Estamos en una situación mucho más grave, que es la de ser víctimas de una ideología que le dio un nuevo significado a las palabras y que mucha gente se las cree. De acuerdo a estos significados, el arte es una actividad que sirve para el ocio, y la educación es un servicio de fabricación de empleados que trabajan para intereses ajenos. Podemos culpar al sistema financiero y a sus instrumentos (como lo es el informe PISA), pero deberíamos también culparnos a nosotros mismos por ser pasivos y permitir la usurpación de las palabras. Ya no se trata de rebautizar al arte y a la educación con un “Juanito” y una “María,” o cualquier otro nombre. Se trata de re-conceptualizar los términos y darles un contenido que sirva para los propósitos para los que fueron creados en su sentido más constructivo y, por lo tanto, independientemente e independientes de la estructura corporativa y de la miopía gubernamental.
De acuerdo a los prejuicios vigentes, el arte hoy es visto y utilizado fundamentalmente como un medio de producción de objetos de lujo. Esto después de una larga historia que incluye el pasaje de la manufactura artesanal a la contemplación para terminar en un coleccionismo que sirve como una prueba de estatus y riqueza. La educación, por su parte, es interpretada y usada como un proceso para crear una meritocracia al servicio de las estructuras de poder, tanto empresarial como nacional. Las instituciones se diseñan como filtros para identificar a los pocos “mejores” útiles en lugar de preocuparse por mejorar a los individuos y permitirles contribuir comunitariamente. No es que la identificación del mejor sea inútil: prefiero ser operado por el mejor cirujano y no por un cirujano mejorado. Pero ambas dinámicas, tanto en el arte como en la educación, promueven y reafirman la fragmentación del conocimiento en disciplinas y especializaciones que están condenadas a permanecer en compartimientos estancos. El proceso que debiera perfeccionar a los individuos como parte de un complejo social los convierte en personas encapsuladas e instrumentalizadas. Cuando la enseñanza se paga, se obliga al estudiante a pagar algo diseñado con criterios que no tienen mucho que ver con el estudiante: la supervivencia dentro de un mercado dirigido por la oferta y la demanda laboral, la competitividad nacional, etc. Es como hacerle pagar a los soldados para poder combatir en una guerra.
Si bien el arte en nuestra cultura es aceptado como un medio de producción, también se lo puede definir como una meta-disciplina que permite subvertir los órdenes establecidos y explorar órdenes nuevos alternativos en una etapa previa a la verificación de su aplicación práctica.
El encerramiento del arte en un gueto disciplinario lo reduce a la producción de objetos auto-contenidos o, en su defecto, lo convierte en una práctica social superficial que no se diferencia de los servicios sociales genéricos. Ignora el hecho que el arte es una forma de pensar y de adquirir y expandir el conocimiento y que su utilidad mayor no es la de colocar piezas en un museo sino la de ayudar a usar la imaginación. La tradición artesanal es la que lleva a que a los niños se les entreguen lápices, pinturas, tijeras y cola de pegar para que jueguen con los materiales. Sirven primariamente para refinar las habilidades manuales y no las mentales y emocionales utilizadas para conocer. Es el elogio de los maestros lo que convierte a los objetos en arte, y esto sucede sin que el niño (o para el caso frecuentemente también el maestro) tenga la más mínima idea de qué cosa es el arte realmente. La paulatina sumisión al canon imperante y la eficiencia dentro de ese canon, determinan cuáles niños serán designados como talentosos y cuáles no, pero primariamente usando criterios basados en la habilidad manual, la eficiencia en la representación y la competitividad. Parecería más apropiado entonces entrar al arte por la puerta de la cognición. Proponerle al niño que divida su universo en cosas que son arte y cosas que no lo son de acuerdo a una definición propia y arbitraria. Con ello se evita categorizar en términos de una escala de valores culturales prefabricados y no entendidos, y se lo lleva a hacer decisiones taxonómicas personales. Con esta decisión el educando puede encontrar y/o producir para un campo definido como arte de acuerdo a su propio canon. El paso siguiente, entonces, es presentar lo que cabe en esa categoría. La idea en este paso es lograr que el espectador acepte la clasificación y se convenza de su mérito e importancia. Es decir, el educando tiene que crear la museografía y los elementos que designan lo elegido como artístico y por lo tanto tratar con los medios de comunicación que sirven para estos efectos. El marco, el pedestal, el museo, son todos medios de comunicación que designan y codifican la taxonomía artística. Más importante es que por este camino se equipa al educando para que observe conscientemente el canon que se le imparte institucionalmente y que lo pueda comparar y cuestionar desde el canon propio. Es con esta base autodidacta que la exploración artística y la fabricación de objetos expresivos pueden comenzar a cumplir con su verdadera razón de ser.
Si bien el arte en nuestra cultura es aceptado como un medio de producción, también se lo puede definir como una meta-disciplina que permite subvertir los órdenes establecidos y explorar órdenes nuevos alternativos en una etapa previa a la verificación de su aplicación práctica. La dinámica comercial que favorece el consumo ha llevado a confundir el objeto artístico con el arte mismo. Este hecho nos impide cumplir plenamente con la función más importante: la de ayudar a dilucidar las áreas del desconocimiento. Lo que superficialmente llamamos “misterio” no es el milagro congelado que nos entrega el dogma religioso. Tampoco es la representación de la oscuridad impenetrable de lo desconocido. El misterio es lo que nos marca el límite de lo que conocemos. Nos desafía para que desmitifiquemos a ese límite y que así podamos llegar al misterio siguiente. Es lo que nos permite transitar continuamente del área del conocimiento al área del desconocimiento como si estrenáramos un juego de video. Nos permite no solamente conocer lo nuevo sino des-conocer y re-conocer lo viejo por medio de nuevas visitas desprejuiciadas. Es esa búsqueda interminable la que ata al artista a su profesión como si fuera una droga. El problema es que a través del tiempo esa tarea se fue definiendo como un monopolio de unos pocos y ha sido erosionada por el formalismo de la presentación y la búsqueda del espectáculo. Conectado con esto, la producción objetual también ha producido la reducción de los márgenes de atención del espectador en lugar de desencadenar y ampliar la imaginación, la especulación y la creación. Hemos perdido al arte como una metodología cognoscitiva compartida y comunal. En su lugar hemos permitido que se disminuya para convertirse en una actividad reservada para unos pocos obreros exquisitos que trabajan para unos pocos millonarios que quieren ser exquisitos.
La definición del sistema educativo es paralela a la del arte. Aparte de sus fines, la educación meritocrática utiliza además una pedagogía perezosa. Los “elegidos” en gran medida son aquellos capaces de aprender con un esfuerzo minimizado de ayuda institucional. Los descartados, en cambio, que son los que realmente necesitan la educación, requieren mucho más esfuerzo, en parte para compensar la falta de educación familiar. Se ignora así que la educación no debería enfatizar la enseñanza sino que debería dedicarse al aprendizaje. La enseñanza se basa en la transmisión de información y el entrenamiento. La educación correcta, en cambio, estimula el autodidacticismo. Ese autodidacticismo consiste en identificar los misterios de lo desconocido, desmitificarlos y superarlos para entonces enfrentar los nuevos misterios. Lo mismo que en el arte, se trata de conocer, des-conocer y re-conocer. Es un trabajo continuo que se desarrolla a lo largo de la vida del individuo. Es algo que no puede encerrarse dentro de los muros de una institución, dentro de los límites de un tiempo impuesto, dentro de una cuantificación dictada por un currículo, y dentro de una relación que depende de los profesores.
Si bien el arte como disciplina profesional forma parte de los estudios universitarios y pretende estar a la par de ellos, su posición es frágil. Los productos de este profesionalismo artístico generalmente no pertenecen a la productividad económica y por lo tanto carecen de interés. Al mismo tiempo que la sociedad acepta esta imagen, se olvida que el arte es la única rama en la que potencialmente el estudiante puede hacer lo que se le da la gana, puede explorar el fracaso, y que en eso radica gran parte de su importancia y lo hace imprescindible. Es esa potencialidad, generalmente insuficientemente explorada y explotada, lo que hace que su posición sea inestable y que sea la primera víctima de los cortes presupuestales. El arte, como ya fuera aclarado desde las definiciones de Kant, produce objetos carentes de una función discernible. Esto se traduce en que es una actividad que no sirve para nada (o que distrae) y por lo tanto es descartable. De una u otra forma esa misma perspectiva se hace extensible hacia las humanidades en general, lo cual en los últimos tiempos también las convierte en el blanco de la victimización.
Pero ni artistas ni educadores somos inocentes de esta marginalización y banalización: los artistas estamos preocupados por el ego y el mercado, y los educadores por la sobrevivencia dentro de un sistema diseñado para una función ajena. El arte se redefine en las galerías, y la educación en una burocratización en la cual se gasta más dinero en administración que en el desarrollo del estudiante. Ambos campos se mantienen como profesiones mutuamente extrañas, sin entretener la posibilidad de fusión. Las teorías rebeldes en este campo de la pedagogía son excéntricas y minoritarias, y por ende, incapaces de oponerse al esfuerzo arrollador de la cuantificación de la calidad. Al contrario, en lugar de resistir pensamos que aceptar la cuantificación nos garantizará el derecho de existencia, ya sea por medio de precios y fama en el arte, o por las estadísticas en la enseñanza. Hay en esto una guerra no reconocida entre distintas interpretaciones de lo que debe ser el rigor. El concepto de rigor es justamente uno de los instrumentos utilizados para separar el arte de las demás disciplinas, para organizar las disciplinas en “blandas” y “duras”.
El rigor de las materias académicas que tienen una aplicación práctica se basa en la posibilidad de rendir cuentas cuantitativamente. El protocolo que se sigue respeta la relación de causa y efecto, la lógica, la repetición de resultados en la experimentación y, en general, un desarrollo lineal de los procedimientos. En forma circular el protocolo informa al rigor y el rigor informa al protocolo. En arte, en cambio, la noción de rigor y la rendición de cuentas se basan en la inevitabilidad y la indispensabilidad, y ambos son imposibles de traducir en números. Una vez que la obra o situación artística existe, el protocolo (o los protocolos) se deducen de la necesidad de su existencia.
“Ni arte ni educación”, por lo tanto, no es aquí una declaración nihilista que proponga un desierto cultural unificado por la ignorancia. Es, en cambio, una declaración crítica del uso de ambas palabras pero que no niega ni una ni otra.
Esta discusión de los conceptos de rendición de cuentas y de rigor están directamente conectadas con las metodologías del conocimiento y se ubican por encima de su aplicación en las distintas disciplinas. Si hablamos de la utilidad potencial de los actos nos referimos a aquellos que son útiles y aquellos que no lo son. Al limitarnos educacionalmente a lo útil y descartando lo inútil, o a lo inútil descartando lo útil, estamos fragmentando la educación y confundiendo el acto de proyección antropocéntrica con la comprensión y el ordenamiento de la realidad. Paradójicamente se utiliza esta proyección para hablar de objetividad. Es aquí donde el arte, el campo de las configuraciones y de las conexiones cualitativas, debería informar y enriquecer a la ciencia (campo de las conexiones cuantitativas) y no al revés, como es la costumbre.
Tanto el artista como el maestro recién pueden demostrar el éxito efectivo de su misión una vez llegados al punto en que se convierten en prescindibles, o sea el momento cuando el recipiente del arte o de la educación es capaz de actuar independientemente. Es aquí en donde el arte y la educación confluyen en una misión única. Ambos tienen un camino común y la diferencia está solamente en las huellas que se dejan durante el recorrido. El arte es educación y la educación es arte. Una de las palabras solamente adquiere sentido una vez que está dentro de la otra.
“Ni arte ni educación”, por lo tanto, no es aquí una declaración nihilista que proponga un desierto cultural unificado por la ignorancia. Es, en cambio, una declaración crítica del uso de ambas palabras pero que no niega ni una ni otra. Es una frase que denuncia la separación disciplinaria que obliga a fragmentar el conocimiento. Es una crítica que nos propone un desafío para que nos pongamos a generar sistemas de órdenes creativos y a hacerlo creativamente. Es una declaración que busca una palabra que todavía no existe. O, en su lugar, que trata de recargar y unificar las palabras ya conocidas y por ahora muertas por el mal uso. Es una frase que quiere facilitar la liberación de los individuos en tal forma que dentro de su individualidad se puedan definir como una unidad pensante y sensible, pero dentro del contexto del bien colectivo.
Ni Ni: Entre-lugares del arte y la educación
Sergio Martínez Luna
El aspecto del mundo, decía el pensador Maurice Merleau-Ponty, sería turbador si consiguiéramos ver como cosas los intervalos entre cosas. No cabe duda de que, más allá del ámbito fenomenológico, las sociedades contemporáneas han pasado a entenderse a sí mismas como ocupando un inestable territorio entre el dentro y el fuera de campo, entre espacios, discursos, demandas, imperativos, que perfilan la precariedad de las formas de subjetividad y de socialización. La sociedad, señala Néstor García Canclini (2010a), perdió el relato, lo que quiere decir que los entramados narrativos y prácticos han alcanzado un grado de complejidad que requiere nuevas formas de pensamiento y de acción. La idea de la falta de relato significa la impotencia de las narrativas con vocación universalizadora para agotar la complejidad del mundo, que se multiplica en las interconexiones globales y a la vez disemina unas y otras historias a través de espacios y tiempos locales.
Lo posible es aquello que marca un límite a una realidad que se da como acabada
Aparte de las, al parecer inevitables, tendencias a la tematización despolitizada de las nociones de `entre´, hibridación, o mezcla, de lo que se trata es de aprender a habitar el mundo en los términos de una localización incierta, agitada por los llamamientos a la movilidad, la disponibilidad, y la flexibilidad. Lo que Homi Bhabha (2003) llamaba el entre-en-medio (in-between) de la cultura significa todavía la posibilidad y la pertinencia de atreverse a analizar y practicar críticamente una variedad de espacios lógicos, juegos, situaciones y campos discursivos tejidos como economías diversas. Por supuesto no se trata solo de espacios físicos, sino de esferas de acción que han de ser emplazadas por medio del análisis crítico, que a su vez se compone como discurso y práctica transicional comprometida con el cuestionamiento de fronteras. En el `entre´ la experiencia es la de la desorientación y quizás el abandono. Lo que es característico de la sociedad sin relato, o más bien la de los relatos dispersos, es la depotenciación calculada del lenguaje y de la acción como recursos para aprender a recorrer ese `entre´, para atreverse a reescribirnos de nuevo, produciendo relatos propios. Y así, la experiencia que se perpetúa es la de la intemperie de los no lugares, atravesados por la resignación, la evasión, el aislamiento o la indignación. El lugar, en efecto, se encuentra anclado a un proceso de desmantelamiento que dictamina el sometimiento a lo ya dado. Acaso los llamamientos a la adaptación a la realidad, que hoy es ya la de la férrea alianza cumplida entre tecnocracia económica y estetización difusa, no son más que la forma saliente de una profunda impotencia para cuestionarse lo dado e imaginar lo posible.
La crítica consiste hoy, como señala Marina Garcés (2006), menos en la iluminación de lo oculto que con el combate de la impotencia, la elaboración de un discurso y una práctica capaz de dar voz y figura a lo que no se deja ver ni decir. Lo posible no tiene que ver con la introducción de nuevas opciones en la retórica de la libertad de elección, lo que al final viene a reproducir y fijar lo que hay. Lo posible es, en cambio, aquello que marca un límite a una realidad que se da como acabada señalando su contingencia, su no necesidad, abrir el orden de las preguntas, el cuestionamiento y la incertidumbre.
NI NI
Resulta clave encontrar e insistir en ese límite donde aparecen restos desconcertantes, lugares sin lugar, lugares en el borde de los no lugares (Castro Flórez, 1997: 36). El afuera, o más bien lo que está fuera de lugar (y fuera del tiempo, lo extemporáneo) es el paisaje eventual, accidental, del acontecimiento. Un lugar de liminalidad, transicional, fronterizo, que a la vez es interno y externo al orden de lo que ya está ahí y se dice acabado precisamente porque es incapaz de reconocer su límite. Michel Foucault (1994) habló de espacios diferentes para referirse a aquellos lugares controvertidos que se configuran dentro de los mismos procesos institucionales y normativos de una sociedad, pero que además de reproducir y representar los emplazamientos de una cultura, los contestan y subvierten. Lugares que se encuentran fuera de todos los lugares, pero a la vez también materiales y localizables. Foucault los llamó heterotopías, en contraposición a las utopías, porque son otros lugares, diferentes de los emplazamientos a los que sin embargo reflejan. Los espacios y tiempos en que vivimos parecen consolidarse en base a su irreductibilidad mutua, pero eso es lo que hace posible que unos invadan a otros para suplantarlos (la conversión de la intimidad en publicidad, de lo público en privado), e impide, en nombre de la flexibilidad, la fricción polémica entre ellos que es condición de lo político, es decir, el cuestionamiento del reparto cerrado de las capacidades asignadas. Existen, no obstante, esas heterotopías (que son también tiempos especiales, heterocronías) en las que vienen a superponerse en un solo lugar una variedad de espacios y tiempos de otro modo incompatibles. Podríamos llamarlos también entrelugares que ofrecen la ocasión de, al mismo tiempo, cuestionar el espacio real como construido y de ejercer una suerte de compensación frente al desorden del mundo. Estas heterotopías son salientes en procesos sociales de crisis, momentos de transformación, pasos de un estado a otro, como los ritos de pasaje e iniciación, la entrada en la adolescencia o la madurez, o la gestión de la desviación respecto a la norma. Aquí aparecerán espacios y tiempos de aislamiento, retiro, suspensión, o secreto. A partir de una doble negación entre estados como la infancia y la adolescencia, lo masculino y lo femenino, la soltería y el noviazgo, la vida civil y la militar, incluso la vida y la muerte, las culturas generan intervalos controlados, paréntesis transicionales, en los que los sujetos a la vez pertenecen a ambos estados y a ninguno.
A partir de una doble negación entre estados como la infancia y la adolescencia, lo masculino y lo femenino, la soltería y el noviazgo, la vida civil y la militar, incluso la vida y la muerte, las culturas generan intervalos controlados, paréntesis transicionales, en los que los sujetos a la vez pertenecen a ambos estados y a ninguno
Si Foucault parece interesado por la naturaleza y la gestión de esos espacios, incluso por su clasificación –de acuerdo con el pensador francés las dos heterotopías por excelencia eran el jardín (pequeño espacio bien delimitado que, sin embargo, es capaz de alegorizar la totalidad del mundo a la que recompone según un orden perdido) y el barco (un lugar sin lugar flotante y móvil, vehículo de la imaginación y de la aventura)-, la antropología social y cultural ha desplazado a menudo el interés por los lugares y los espacios hacia los procesos que, al transitarlos, los configuran como tales y exhiben sus umbrales. El ejemplo más claro es el célebre trabajo de Victor Turner (1988) sobre el proceso ritual. Para este antropólogo las sociedades se tensaban entre la estructura social y la communitas. La primera ejerce la jerarquización de la sociedad en torno a la propiedad, el estatus, la posición, y las funciones repartidas en base a tal ordenamiento. La communitas es el momento y el espacio social en el que ese orden se descompone emergiendo la experiencia igualitaria de vinculación entre todos los miembros de la sociedad. Ese momento y espacio es saliente durante lo que llama el periodo liminal, aquella situación que se da entre dos estados o estructuras diferentes, una situación intersticial que no se localiza ni en una posición ni en otra. La liminalidad es una de las fases del ritual situada entre la separación y la reagregación. Si la primera se refiere a la preparación simbólica previa al despliegue del ritual, la tercera es la reubicación y quizás el reforzamiento del orden que entró en crisis. Pero es la segunda, la liminalidad, la que fascina a Turner, ya que allí se produce una transicionalidad por la que se yuxtaponen estados heterogéneos y se desbaratan e invierten las clasificaciones y las posiciones sociales. Los individuos no son lo que eran y todavía no son lo que serán, momento en el que es posible entrever un modelo distinto, una conjugación subjuntiva, de la sociedad y de la vida en común (la communitas), dependiente de las reglas determinadas previamente por la estructura, que a su vez se verá modificada y renovada por la aparición de nuevas relaciones y jerarquías. La communitas surge así en un intervalo de liminalidad, que es el de la sociedad como comunión de individuos iguales. El reto para toda sociedad, según Turner, era encontrar el equilibrio entre estructura y communitas, aprender a aceptar cada modalidad sin rechazar a la otra, las regulaciones de la primera y el poder regenerativo de la segunda. De hecho, la repetición cíclica del ritual, de la fiesta, del rito, apuntan a una necesidad de renovación social que nunca es cumplida para siempre. Debe recordarse, en consecuencia, la problemática naturaleza de fenómenos como la inversión carnavalesca, que en su propio cuestionamiento de las jerarquías vienen a sostenerlas, ofreciendo una válvula de escape temporal a las áridas obligaciones de la estructura.
Hay que subrayar que este tipo de prácticas son propias de sociedades con jerarquías sólidas. En las sociedades contemporáneas, donde el poder se filtra y diversifica por todas las relaciones sociales, no resulta funcional aquel rito, fiesta, que se queda en la inversión de los órdenes establecidos. Autores como Batjin o el propio Foucault recuerdan que el desgobierno festivo ha sido a menudo un recurso del poder para redirigir las fuerzas de la alegría y la contestación popular hacia los intereses propios, administrándolo como una excepción transitoria que viene finalmente a reafirmar la norma. La suspensión y la inversión carnavalesca, subraya Slavoj ZIzek (2006: 240-241), son lógicas más propias de las sociedades jerárquicas tradicionales. Pero resulta que en el momento actual del capitalismo es la vida cotidiana la que acaba carnavalizándose, la que está constantemente sujeta al cambio, la crisis, la reinvención, la actualización, la adaptabilidad. Me gusta pensar este momento como una suerte de estado liminal en el que parece que nos encontráramos paralizados, atascados, un estado de transición que, sin embargo, es incapaz de definir el sentido de su orientación. Incluso epocalmente podría decirse que estamos suspendidos entre una modernidad que no acaba de despedirse –aunque agotados sus presupuestos y conceptos, estos siguen ejerciendo fuerza imperativa-, un presente que no termina de definirse, y un futuro que no puede ser dicho. En la carnavalización y la liminalidad perpetua del mundo global, las estructuras quedan expuestas a la vista, no hay nada que no se nos muestre. Podemos decirlo todo y, sin embargo, tenemos poco que decir, no disponemos del vocabulario que exprese una falta de libertad que, no obstante, es ya objetiva. La liminalidad aquí no perfila los horizontes de lo común y lo posible. Exhibe las estructuras, las regulaciones, las reglas del juego, pero sin que ello suponga paso alguno hacia la emancipación, sino más bien la celebración cínica de lo que hay, apoyada en una libertad de elección que hace ya mucho tiempo desveló su vocación de control social, siendo hoy el imperativo mediático por excelencia hablar, expresarse, mostrarse `tal y como uno es´, o exponer la vida propia.
Para los adultos, decía Benjamin, la juventud es una breve noche que hay que apurar
La popular noción de nini (ni estudia ni trabaja) es una cifra más de este estado de parálisis liminal. No creo que quepa ninguna duda acerca de que este término es solo un episodio más de la larga guerra que la sociedad desató contra la juventud, con el fin de integrarla, silenciarla y dominarla a través de la psicología, el control de la sexualidad, la educación, la televisión, la red social, y tantas otras cosas más. Esta batalla se libra hoy mediante la ubicación del joven en el centro de las estrategias de maximización del beneficio, es decir, a través del consumo. El joven es una veta de negocio, una clase consumidora específica que además ha adquirido una significativa centralidad, con necesidades y demandas propias, en cuya supuesta satisfacción se ejerce el aplastamiento sistemático de su deseo de sentido, participación y afecto.
El nini es el sin experiencia por excelencia, es el anónimo que tiene todavía por completar la totalidad de su identidad, proceso que, cumplido, le proporcionará una posición en la sociedad. La máscara de los adultos, recordó Benjamin (1993), es la experiencia (Erfahrung), una máscara inexpresiva, impenetrable, siempre igual a sí misma. La experiencia es un arma adulta de disuasión, una forma de situar la decepción al final de una aventura, dimensión que, con todo, la raíz de la palabra alemana contiene como viaje (Fahrt) y peligro (Gefahrt). Así que la experiencia, en manos de los adultos, se convierte en una figura de autoridad que viene a decir que todo lo que está por vivir ya fue vivido por ellos y se desveló al final como (des)ilusión, decepción y amargura. Ellos, cuando fueron jóvenes, han deseado lo que ahora deseamos nosotros, descreyeron de la experiencia de sus padres para que al final la vida les demostrara que estos tenían razón. Para los adultos, continúa Benjamin, la juventud es una breve noche que hay que apurar – disfrutar a tope, dirían hoy los publicistas- antes de que llegue la venerable experiencia aquilatada por los compromisos, el trabajo asalariado, las obligaciones, la falta de entusiasmo, la suficiencia y la miseria intelectual. Si esta es la vida adulta, entonces esta es una vida sin sentido donde no cabe el futuro, precisamente porque este no es y no ha sido experimentado. Lo nuevo, lo posible, lo no pensado, la voluntad de sentido y de plenitud no deben ser arrebatados por la patrimonialización paternalista y patriarcal de la experiencia y la gris sabiduría de lo ya vivido.
Ahora bien, la centralidad de la juventud dentro de la maquinaria de reproducción social apunta hacia una crisis profunda en los procesos de construcción y maduración de la subjetividad, la elaboración de la experiencia y la interpretación del mundo. Estos procesos han quedado trabados dentro de las lógicas de la racionalidad económica que los parasitaron para explorar nuevas formas de creación de riqueza, y ahora nos muestran que no hay trayectoria en ellos que alcance ni identidad adulta, afianzada, consolidada, ni punto de llegada que signifique madurez cumplida. Por ello, como decía José Luis Brea, nos reconocemos, en la cancelación sistemática del definitivo llegar a ser, “todos jóvenes, es decir, todos desarmados frente a la comprensión de nuestro existir, todos a la intemperie de la vida, todos con todo por inventar” (2008:159). En la medida en que la juventud es la sede de la alienación por la apropiación adulta de la experiencia, la institucionalización de la precariedad, y la humillación de la inteligencia, es en ella donde se puede imaginar otra cultura, que será una cultura sin experiencia, es decir, una cultura joven.
NI ARTE
En nuestra época las fronteras se hicieron líquidas y permeables, perdiendo la solidez que contrastaba unos espacios contra otros. El modelo de la liminalidad, la cuestión de los umbrales, la índole fronteriza de experiencias de todo tipo, tocan también a la variedad de campos conceptuales y prácticos que se perfilan cuando la autonomía de zonas hasta entonces bien definidas se debilita y se entremezcla en territorios intermedios. Este es por supuesto el territorio de lo imaginario. Si lo simbólico, lo ideológico, lo real, pugnan por definir con nitidez una tópica, lo imaginario es un tránsito y un devenir desde el que se posibilitan nuevos espacios (Catalá Domenech, 2010:158). Lo imaginario se declina sobre los intersticios de la textura de lo real para trastocarla, invadirla, sustituirla, deslizándose entre los bordes del mundo existente como virtualidad flotante que habita y cuestiona los intervalos entre las cosas y los cuerpos, entre el ojo y el mundo. Si la liminalidad es una zona intermedia de este tipo, una transición entre posiciones, su modelo es válido también para imaginar los entrelugares que aparecen entre disciplinas, metodologías y modos de hacer.
El arte también ha perdido su relato, ha penetrado en un momento post-autónomo que tiene mucho que ver con la exploración de sus umbrales, de las zonas de contacto con otros campos discursivos. Se ha agotado el impulso transgresor que enfrentaba al arte a las obligaciones impuestas por la institución, el museo o la convención académica. El arte se asoma, de acuerdo con García Canclini (2010a), a una localización incierta que implica nuevas relaciones entre espacios, lugares, territorios conceptuales, estrategias, producciones artísticas y modelos de exhibición. La tensión entre autonomía y transgresión, entre la definición de un campo propio para las artes y el desbaratamiento de las fronteras entre el arte y la vida, recorre la práctica artística a lo largo del pasado siglo. Sin embargo, el gesto transgresor ha perdido su potencia utópica, se convirtió en una estrategia calculada y ensimismada para la entrada en una institución que la incorpora con el fin de borrar sus propias dependencias económicas e ideológicas. Si esa tensión sigue siendo una cuestión clave, causa de lo que podríamos llamar un inacabable malestar en el arte, su foco se ha desplazado hacia las zonas de cruce entre el campo del arte con otros campos. No son ya los esfuerzos de artistas y críticos por transgredir unos límites por otro lado cada vez más difusos, sino, según García Canclini (2010b), la reestructuración radical, la exploración de nuevas ubicaciones y localizaciones para lo que llamamos arte. Es ello lo que está desligando al arte de una dialéctica, un relato, entre integración y transgresión que cada vez más se muestra como paralizante y al fin inane.
El arte se asoma a una localización incierta que implica nuevas relaciones entre espacios, lugares, territorios conceptuales, estrategias, producciones artísticas y modelos de exhibición
Por las transformaciones que el capitalismo contemporáneo ejerce en las esferas del trabajo, el lenguaje, la amistad, la sexualidad, la subjetivización y la socialización, la autonomía se reescribe como flexibilidad y adaptabilidad, la participación y la relacionalidad se ajustan a los imperativos del trabajo en red que genera nuevas formas de control, explotación socio-afectiva y capital semiótico, la creatividad se reconvierte en estrategia para la disponibilidad y la supervivencia laboral. Este panorama está señalando un paso hacia lo que Reinaldo Laddaga (2010) llama régimen práctico de las artes, que marca el tránsito de un arte preocupado por romper con la normalidad impuesta del mundo -ofreciendo una distancia, un extrañamiento respecto a ella- a un modo de hacer preocupado más bien por recorrer campos heterogéneos de prácticas y discursos. Es en la confección puntual y transitoria de momentos de encuentro y comunidades experimentales, en la participación dentro de conversaciones generales a las que incorpora, reorienta y relanza (Fernández Savater, 2014), donde la práctica artística contemporánea se reconoce en su momento post-autónomo.
Ahora bien, ese paso no debería ser afirmativo, debería más bien acoger y elaborar, en devenir, las potencias de la duda y la perplejidad. Si se toma como una transición lineal y positiva las artes pasan a ser, como de hecho así es, parte de la industria del ocio y el entretenimiento, de las estrategias económicas apoyadas en la estetización y la musealización generalizada. La práctica artística contemporánea ha dejado de adentrarse en otros lenguajes y mundos posibles para reorientar la cuestión de lo posible dentro del mundo que compartimos, señalándole un límite que abra espacios y tiempos para prácticas comunicativas, mediaciones, maneras de estar juntos, resistentes a la banalidad, la cosificación consumista y la explotación económica. Si desde allí se quieren ensayar en efecto formas de análisis crítico no cómplice, aquel sigue siendo en todo caso un límite negativo que para el arte significa el ejercicio de la autocrítica, la negación inmanente. Quiero pensar el entrecruce de esta dimensión de inmanencia autocuestionadora con la noción de arte como inminencia tal y como es formulada por García Canclini o Laddaga. Entender el arte como ubicado en la inminencia lo proyecta hacia la reflexión y la experimentación de lo que está ahí, pero no se ha dicho expresamente. La inminencia es aquello que está en suspenso, el acontecimiento que está a punto de llegar a ser, pero no todavía. La autonegación del arte, la cancelación del juego de creencias y confianzas que interesadamente se le adhieren, es a la vez la condición de su apertura inminente a otras constelaciones de la política, la organización, la comunicación, o el conocimiento. De lo que se trata aquí finalmente es de pensar las condiciones del compromiso del arte con lo real. De acuerdo con Marina Garcés (2011) esta es una cuestión de honestidad con lo real, entendida aquí como la virtud que define la fuerza material de un arte implicado en los problemas del mundo en que vivimos. Por supuesto esto no tiene que ver con la elección del repertorio de temas y motivos ´adecuados` a los que tematizar(o peor aún, estetizar o monumentalizar), sino con el alcance de su implicación y la grandeza de sus anhelos de verdad, de nosotros y de mundo.
La negación inmanente no significa el distanciamiento y la separación, sino el aprendizaje del habitar los límites que constituyen la apertura inminente a la multiplicidad de las voces, de las formas de conocer, de los pasados silenciados. En el estado de inminencia todos somos al mismo tiempo todo y nadie es lo mismo, todo me toca, todo me afecta, todo me concierne, todo reclama la construcción de otros relatos y ficciones porque todo está a punto de decirse y nada está dicho todavía. Si el capitalismo nini se organiza entre la precarización social y laboral y la relevancia creciente del tiempo de ocio, el eje de sus tendencias alienantes se desplaza hacia las esferas del consumo cultural, afectivo y simbólico. La apropiación de los imaginarios que se lleva a cabo en tal movimiento se apoya sobre todo en las funciones legitimadoras que se han atribuido a las prácticas culturales y artísticas. A través de ellas se ejerce una estetización integral de la existencia que, vaciada de cualquier componente emancipador o antagonista, viene a justificar los modos de existencia dados en los términos de la (bella) forma mercancía. Si las prácticas artísticas contemporáneas desean ser algo más que el vehículo de legitimación del empobrecimiento y la esterilidad de la experiencia contemporánea, su función ha de partir de esa honestidad y ese compromiso que es, en primer lugar, autonegación y apertura, deseo de declinar sobre los entres del mundo, de los nosotros y de nuestras certezas, otras imágenes, otros relatos y ficciones.
NI EDUCACIÓN
Si el arte se quedó sin relato, la educación perdió también el suyo. Este se había construido sobre un juego de identificaciones entre la educación con la institución escolar, lo que sucede en el aula, la pedagogía, la emancipación o la cultura, que han dejado de ser evidentes y entraron en crisis. Pero esta crisis no es simplemente instrumental, toca a la esencia de la educación tal y como se configuró a lo largo de la modernidad. En un momento en el que se ha convertido en imperativo la adaptabilidad a un mundo de cambios constantes e imprevisibles, los cimientos tradicionales sobre los que se sostenía el aprendizaje y sus formas de transmisión están erosionados. La producción de saber ligada a la institución educativa, a la escuela, al aula, se ha visto desbordado por una economía del conocimiento en la que lo decisivo es la velocidad de conexión y transmisión, y la inmediata puesta en circulación de la información. Ha perdido legitimación, señala Zygmunt Bauman (2013), la cultura del aprendizaje, que da paso a la del desapego, la discontinuidad y el olvido instantáneo y programado. Si hay un lugar donde se desplegó la apropiación de la experiencia como figura de autoridad ése es el de la educación. Sin embargo, hoy, cuando trabajo y comunicación son ya idénticos y el intelecto se vuelve el recurso productivo clave, la institución educativa pierde su papel central en la gestión del conocimiento y de la experiencia. Lejos de suponer algún paso emancipador, se multiplican los lugares y los momentos donde, al entenderse como nuevas oportunidades de explotación económica, se ejerce el empobrecimiento de la imaginación, la ética, el virtuosismo o la afectividad. Pero a la vez ello saca de sitio a la educación, la sitúa en un afuera liminal, ambiguo y posibilitante. Como señala Jesús Martín-Barbero (2009: 110), la educación es una idea que funciona hoy fuera de lugar, se encuentra ya mucho más fuera de la escuela que dentro de ella. Esta deslocalización tiene como consecuencia la diseminación del conocimiento, el emborronamiento de las fronteras entre saberes comunes, conocimientos expertos e información.
La igualdad de las inteligencias como punto de partida es así discordante con respecto a los presupuestos sobre los que se componen los actuales debates sobre el sistema educativo
A partir de aquí podemos plantearnos que si, al igual que el arte, la educación ha dejado de ser autoevidente, ello ha de ser la ocasión para explorar su dispersión por todos los intersticios de lo real, su compleja expansión a lo largo de una multiplicidad de situaciones y dispositivos – Internet, redes sociales, publicidad, nuevos media, tecnologías de la información, pero también la plaza pública, el cuarto propio, el puesto de trabajo, la exposición- que se perfilan como sedes de transmisión de modelos específicos de apertura al mundo y a los otros. Debemos preguntarnos entonces qué pasa, qué cambia, qué podemos hacer, cuando la educación sucede en todas partes y en cualquier momento (Díaz, 2009). Ese proceso de descentralización de la educación ofrece nuevas posibilidades para su apropiación instrumental como pieza clave de la reproducción social, pero también multiplica los escenarios para la elaboración de la contestación y la crítica. La aproximación a la institución escolar como proceso dentro de una variedad de comportamientos, ideas y prácticas muestra que este desborda las fronteras de tal institución. La vocación de universalidad de la escuela ha quedado expuesta como acotada dentro un específico proyecto histórico de configuración de los procesos educativos y de lo que significa el concepto de educación. En este punto, lo que la pérdida de relato vino a mostrar como insuficiente y errado es la confusión entre escuela y educación, junto con la noción de que la primera es el paradigma ideal de la segunda. (Velasco Maíllo, Díaz de Rada, 2006: 320). Con todo, tal malentendido mantiene todavía su fuerza constitutiva a pesar de la multiplicación de los lugares donde se producen, reproducen y transmiten los saberes.
A través de ello se sigue además filtrando sobre las nuevas situaciones educativas el modelo de una educación carencial, es decir, aquella que se construye según la idea de que los alumnos, los estudiantes, los aprendices, acuden a la escuela porque presentan una falta de cultura que la institución vendrá a colmar. Este punto de partida desigualitario orienta el proceso educativo hacia la igualdad como fin y no como principio. A esta lógica Jacques Rancière (2003) opone la igualdad como principio que ha de ser actualizado en el proceso de emancipación. La igualdad de las inteligencias como punto de partida es así discordante con respecto a los presupuestos sobre los que se componen los actuales debates sobre el sistema educativo, trastoca su marco desigualitario, empezando por la oposición dualista entre lo universal y lo particular que asumen irreflexivamente. Cuando el saber universal se contrapone linealmente a la diversidad sexual, étnica, cultural, económica, se validan sin más las divisiones que aseguran la dominación para aquellas figuras de autoridad que se adjudican a sí mismas la posesión de un conocimiento transcendente, elevado por encima de las posiciones particulares.
La tolerancia y el progresismo liberal acogen la diferencia dentro de su propio régimen de separación entre lo mismo y lo otro, lo universal y lo particular, siendo precisamente tal separación lo incuestionable, porque es allí donde descansa su lógica de dominio. Así que el principio de igualdad de las inteligencias no es una forma de universalismo, sino la interrogación al momento en el que se ubica, se proclama y se sanciona el universalismo. La idea de que a los sujetos les falta cultura (de ahí precisamente su diferencia) allana el terreno para que la educación aparezca como la instancia ideal que viene a suplir lo que su medio sociocultural es incapaz de proporcionarles. La entrada en la institución y en los procesos de enseñanza garantiza que esas carencias, identificadas con las limitaciones de la particularidad, se corrijan a través de la exposición normativa y controlada a un cuerpo de saberes – lo que llamamos el currículum- cuya adquisición significa la culminación de aquel proceso. Solo adoptando una modalidad discursiva extensiva puede pasar por buena una concepción de la cultura en términos cuantitativos, medibles y certificables. Pero si cualquier colectivo humano es un grupo sociocultural no hay nadie que tenga más o menos cultura que otro, y por eso no se pueden tratar la diferencia y la diversidad – cultural, sexual, de género, de clase- como carencia, hándicap, desviación que ha de ser corregida. Es en la afirmación intensiva de las capacidades igualitarias de las inteligencias donde se configuran situaciones de universalidad, disruptivas respecto al orden dado de relaciones y posibilidades sujetas a las posiciones sociales dentro de la máquina de reproducción social de la que la educación es parte. La creación del momento de universalidad, su aparición intempestiva como diferencia relativa al momento que se creía más alejado de su consecución – como principio y no como fin- pone de relieve la particularidad posicionada del aprendizaje escolar y de la escuela como formas de transmisión del saber y de institucionalización. En este sentido, todavía con Rancière, el sujeto igualitario no es el buen salvaje, sino el mal civilizado, que por no estar en él cumplido el proceso de adquisición de unos saberes y unos modos de hacer, ubica y específica a estos evidenciándolos en sus dependencias con un orden concreto de relaciones de dominio e identificación entre lo universal y lo particular, entre lo mismo y lo otro.
La educación y la pedagogía, la enseñanza y el aprendizaje son, de este modo, experiencias que, una vez situadas, posicionadas, muestran que el objetivo de una comprensión total, acabada, solo se sostiene en base a un acuerdo inicial impuesto e implícito sobre la desigualdad entre aquel o aquella que posee y transmite el conocimiento y aquel o aquella que lo recibe y lo replica (Ellsworth, 2005). Así, los conceptos de localización y de conocimiento situado apuntan a que el pensamiento, el aprendizaje y su puesta en común no se llevan a cabo en abstracto, sobre el horizonte de la neutralidad y la universalidad, sino en la contingencia de una experiencia parcial, encarnada en los cuerpos, proyectada sobre las líneas de fuga de lo inacabado y lo irresuelto. No obstante, se trata de nuevo no tanto de intercambiar las posiciones -en este caso entre educador y educando, entre maestro y estudiante, pero también entre opresor y oprimido, activo y pasivo, etc.- sino de mantener abierto, como devenir, ese proceso de cambio, espacio intermedio, mediador, que habitualmente queda invisibilizado y transparentado. Es necesario aprender a habitar ese límite entre posiciones inciertas- podemos también acudir aquí a los conceptos de no-docente y no-estudiante (Piscitelli et al., 2010)-, que conecta el trabajo del aula con el afuera del mundo, y redefine la pedagogía como un espacio de posibilidad y transformación no cerrado de antemano, sino siempre irresuelto (Acaso, Ellsworth, 2011: 45). La experiencia, porque aquí es de todos y nadie, se transforma en pragmática de los saberes, ocupa el entremedio de la polis como diálogo público y acontecimiento. La enseñanza se recompone como la facilitación de las condiciones del conocimiento, que ya no es aprender `acerca de´, sino aprender `de´ (Bal, 2009: 77-78). No es una sustancia o un contenido objetivo que espera ser aprehendido, al modo de lo que Paulo Freire (1970) llamaba la educación bancaria, por la que los educadores entregan un saber a unos educandos que lo reciben (porque se asume que les falta) sin cuestionarse nunca las posiciones en el aprendizaje. El conocimiento no responde a esta lógica, porque cuando se da no hay pérdida ni deuda, sino enriquecimiento recíproco e intensivo. La producción de conocimiento es un proceso interminable, no el prefacio a un producto (Bal, 2009: 78). De este modo se encuentra abierto a la interpretación en varios niveles, es cambiante, se va desarrollando y nunca se logra ni cierra, se pliega autocríticamente para reconocerse implicado en los objetos de estudio, compartiendo un sistema rizoma que los hace mutuamente dependientes, como parte de una misma inmanencia.
ARTE + EDUCACIÓN
Si se quiere productor de criticidad, el encuentro entre disciplinas, campos discursivos, conceptos y prácticas debe señalar un momento de crisis, dibujar el afuera en el que todos ellos se encuentren fuera de lugar, desorientados, en tránsito, en disposición de devenir otra cosa, de ser redefinidos en sus encuentros inesperados con lo ajeno. De este modo, el cruce entre el arte y la educación será uno que comprometa a ambos conceptos en su negatividad y su actual falta de evidencia. Si tanto el arte como la educación han dejado de ser obvios, si han visto debilitarse las figuras de autoridad que los legitimaban, este momento ha de ser la ocasión para explorar su nueva complejidad, su expansión y descentramiento. ¿Dónde sucede hoy la educación? ¿Dónde está el arte? En todas partes y en ninguna. De nuevo, esta situación puede ser tanto apropiada para los fines de la explotación económica y la reproducción social como reorientada dentro de la elaboración del discurso y la práctica del desacuerdo. En efecto, si el arte y la educación se cruzan en algún punto de sus procesos de expansión, para que este se convierta en un foco crítico es necesaria la creación de nuevas situaciones de aprendizaje y producción intensivos en las que los tiempos y los espacios sean negociables, abiertos a la mediación, al conflicto y al acuerdo, es decir, políticos.
El propósito aquí es explorar y fomentar las tensiones recíprocas para crear dominios específicos y puntuales, pero no limitados, que favorezcan la práctica, la reflexión y la producción de conocimiento
No es el propósito aquí volver a redefinir los límites entre el arte y la educación, ni de reducir el uno al otro, sino de explorar y fomentar las tensiones recíprocas para crear dominios específicos y puntuales, pero no limitados, que favorezcan la práctica, la reflexión y la producción de conocimiento. En esa zona de contacto el arte y la educación, al auto-cuestionarse y discutirse mutuamente, se descubren en la tarea común de exponer y facilitar unas condiciones del conocimiento abiertas a varios niveles, y en las que las posiciones de sujeto-objeto, el maestro y el alumno, los educadores y los públicos, son reversibles, poniendo así en tela de juicio la idea de que la producción de conocimiento sólo les compete a los primeros de la lista. Si la definición tanto del arte como de la educación solo puede ser ya transitoria y parcial- ambos se redefinirían en ese sentido como transdisciplinas-, en ello podemos reconocer lo que los dos conceptos pueden ser capaces de hacer y lo que podemos hacer con ellos. Para explorar las relaciones y fricciones entre el arte y la educación su encuentro ha de ser entendido y mantenido como abierto y en tensión, sin buscar alguna fusión de manera adjetiva (Sánchez de Serdio, 2010).
Sucede que a menudo tal encuentro sirve para apaciguar y desproblematizar las contradicciones que atraviesan ambos ámbitos. Las derivas hacia la banalización de la esfera artística, la domesticación institucional del antagonismo o la falta de filo crítico de la práctica artística contemporánea pueden encontrar una salida de compromiso adhiriéndose a una noción de arte como pedagogía por la que permanecen sin abordarse las contradicciones que inevitablemente recorren un proyecto de arte crítico. Por su parte, la institución educativa puede encontrar en su alianza con el arte una forma de evadirse de los intensos procesos sociales, económicos y tecnológicos que cuestionan su relevancia como escenario central de transmisión de los conocimientos y las ejemplaridades. Según esta lógica, las materias asociadas a lo artístico van a seguir siendo una parte de la educación relegada a un segundo plano, menor con respecto con aquel en el que se ubican las materias que se consideran más útiles para que la escuela se convierta en una fábrica de `empleables´. Nunca como hoy ha estado más claro y se ha proclamado con tanto cinismo que el papel de la escuela no es otro que el de la reproducción social. Y por ello, podría añadirse, nunca ha resultado tan imperativo reencontrar en ella la vocación de transformación social que no obstante le sigue siendo propia.
Mientras, el arte empeñado en adjetivarse como pedagógico se limita a buscar una de las muchas estrategias de ajuste por las que se buscan acuerdos de conveniencia entre esferas debilitadas y cada vez más deslegitimadas, ligando su supervivencia al desalojo del disenso que a pesar de todo ese encuentro contiene. Mario Perniola (2002) ha insistido en la necesidad de sustituir la lógica de los ajustes por la de los compromisos, dentro de la que los conocimientos, los modos de hacer, los participantes en unos u otros ámbitos, se ven obligados a exponerse a un debate público en el que deberán justificarse palabras, comportamientos y acciones sobre el horizonte de elaboración del bien común y del cuestionamiento radical de una realidad que se nos da como la única posible.
Así que en el encuentro entre arte y educación no se trata de contrastar disciplinas alrededor de un tema o motivo, sino, como quería Roland Barthes (2009) en sus consideraciones sobre los cruces entre disciplinas, de crear un objeto nuevo que no pertenezca a nadie, un objeto controvertido e incierto a través del que aprender a habitar la incertidumbre que compartimos. Llamemos ahora a este objeto arte+educación, operación en la que se suman (o se pliegan, fugan, declinan, revolucionan) dos heterogeneidades, dos faltas de evidencia, sin resultado cerrado o previsto, abiertas al presente, a lo inesperado del aquí y el ahora.
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